Los que revisan dos veces las cosas

Mariano llega a la parada del colectivo donde dos jóvenes esperan en el cordón de la vereda. Uno de los jóvenes estira el brazo para solicitar parada. Mariano hace lo mismo pese a ver que el ómnibus disminuye la marcha. Suben. Transcurren unos minutos y Mariano decide descender. Va la puerta trasera donde una señora toca el timbre. Mariano se para al lado y llegando a la esquina repite la acción de la señora haciendo que el chofer mire enojado por el espejo. Llega al edificio. Una anciana espera que baje el ascensor. El botón está iluminado en rojo, cual color de la espera inmediata. Mariano presiona nuevamente el botón. La anciana lo mira y bufa. Entran. Mariano controla que las puertas hayan cerrado bien y marca el piso sin consultar a la anciana: Número 3, coincidente a las veces que presionó el botón. La anciana lo mira. Mariano está apurado, casi que lo sabe. Departamento "B". La mano temblando complica la introducción de la llave en la puerta. Abre. Living pasillo dormitorio. Ahí está. Confirmadísimo. Pese a las explicaciones Mariano vuelve al living, donde está la salida al balcón. No necesita pensar la caída dos veces. Salta. Mal hecho.
Mariano cayó sobre un toldo, se quebró casi la mitad del cuerpo. Ni Clara ni Maxi le llevaron más explicaciones. Mucho menos chocolates.

una pizca de instante

prolijo en el rincón
silencioso, impecable
sutil
me espera me aguarda me usa
se deja
vuelve como un punto
como chispa
como luz
)es un mínimo espacio vacío(
que aparece dejando su marca
la sonrisa
el-es-ca-lo-frí-o
.
(o desaparece)
y se renueva
tan claro
el detalle

soñar con el desierto y un león de color negro

Soñé con un león que me perseguía hambriento en un desierto. Me corría muy de cerca, pero por una razón de sueños no podía alcanzarme. Parecía una huida eterna. Trepé en un árbol seco, enorme, que nacía en la arena y moría en el infinito. Trepé y el león saltaba lanzando zarpazos que pasaban muy cerca de mis piernas. Exhausto decidí descansar. Respiré profundo y el león comenzó a trepar. Como con una nueva capacidad el león trepaba fácilmente por el tronco y se acercaba sigiloso, desatento a las leyes de la gravedad. Aterrado volví a trepar, a correr en vertical entre ramas secas que se hacían cada vez más incómodas. El león era negro. Desesperado salté de rama en rama. Creo nunca haber sentido un estado de realidad tan intenso, una sensación de Ahora tan clara. Algo profundo despertó dentro mío, me sentí más vivo que nunca al borde de una muerte inevitable. Sabía desde algún lugar que se trataba de un correr sin fin, donde le león me alcanzaría en ese punto donde se unen las paralelas. Continué escapando hasta que sonó el despertador. El reloj era negro. Miré al reloj a los ojos, morí devorado y preparé el desayuno.

Cuando viene la ola

Con la llegada del calor y su sincronizada coordinación con las vacaciones, mi ciudad sufre una invasión extrema de personas. A estas personas las denominamos Turistas. Son los consumidores temporarios y responsables del ingreso económico que necesita la ciudad para su mantenimiento durante el año. Estos ingresos son inversamente proporcionales al capital necesario para la reconstrucción y reparación de las consecuencias provocadas por ellos mismos. Lo que me llama verdaderamente la atención es ese especial comportamiento de la ciudad como envase descartable. Con los primeros días de Enero la ciudad comienza a recibir a los turistas. Los acomoda verticalmente y conglomerados en el centro. A medida que se completan las cajas del centro, los turistas se diseminan hacia el macrocentro, hacia los extremos, hasta la periferia, hasta el borde. La ciudad se llena. La gente lo sabe y lo repite " que loquero esta ciudad ahora, se llenó de golpe". El tema es que sigue llegando gente. Más gente, más movimiento, más velocidad. Autos, bicis, bocinas, reposeras, corridas, frenadas, semáforos, heladeritas. La ciudad rebalsa. La ciudad comienza a escupir gente. Desde el borde, infinitos bordes, los turistas caen. Caen hasta la insolación, hasta la pelea en esquina, hasta la camioneta recostada en la esquina de mi casa, cortando la calle con los vidrios rotos. Caen fuera de los límites de un envase descartable maltratado.

Llega Febrero. Progresivamente por un embudo las personas acumuladas comienzan a salir en fila de hormiga por la ruta, fila india. Primera, segunda, freno, bocina. Primera, segunda. La invasión culminó. De acá, los papeles, la cuerda al reloj del aburrimiento, paz esperada para la paciencia de la reconstrucción. El turista vuelve a su casa a tocar la bocina. El de la camioneta no volvió.

Mientras otros entran a esta ciudad que fue casi virgen en Enero y es ahora una ruleta destartalada, le comento mi visión a una amiga que, de su particular manera, me responde lo siguiente.

Recorrido 3. El laberinto (Parte II)

Los linyeras me pasearon por todo el microcentro. Los seguí por plena calle Florida a la hora en que las corbatas salen de sus cajas y se sientan frente a una hamburguesa con queso. El sol pegaba vertical y los vagabundos iban unos tres metros delante mío, hablando en su mundo sin tiempo y olor a humedad. Yo quería escuchar su conversación pero sin levantar sospechas. Los seguía despacio, incómodamente despacio. Con el cansancio y el apuro de los yuppis volvió a mi el calor y la mochila y la incertidumbre. ¿Qué hago en medio de Buenos Aires caminando a paso de hormiga siguiendo a dos linyeras?. Tres hormigas lentas en medio del hormiguero. Hormiguero de asfalto, bocinas y terrazas. Hormigas de traje y corbata, hormigas con celular y hamburguesas con queso. No sé si el calor, no sé si el cansancio; mi mente viajaba en delirios interminables, de cajas y corbatas, de transformaciones en detective, hormiga o linyera. El paso se hacía insoportable, mis pies avanzaban por sí solos, casi sin avanzar. Sentí una incómoda domesticación, un esfuerzo a la resistencia sin ninguna razón clara. Recordé con ironía la transformación de Daniel Quinn en la Ciudad de Cristal de Auster. Ahora era Quinn, caminando por Buenos Aires completamente adormecido por el sauna de hormigón. Recuerdo que les escuchaba frases perdidas, que la logia es subterránea, que aprender a manipular el frío, que la observación sin límites. Por fin doblaron. Entre espejismos mentales presentía que ellos habían notado mi presencia, que me tenían hipnotizado en un ritmo pendular de tortuga, insoportable ritmo de carrito de supermercado y olor nauseabundo. Realmente me sentía raro, podría decirse invisible o como un tácito de una oración fantástica. De pronto pararon en seco, el hombre del carrito se quedo inmóvil. El otro se dio vuelta y me miró a los ojos. Me penetró con su mirada desde un lugar oculto, lejano. Mis ojos vencidos vieron que se movían los labios suavemente en una camara lenta que adormecía. El parpadeo se convirtió en un leve zumbido que se fue apagando lentamente. Creo que llegué a escuchar algo así como la curiosidad es fundamental en la condición humana justo antes de caer desplomado en la calle.


No sé cuanto hace que estoy en este lugar jugando con este anotador, este anotador rojo. Juraría que mi día había sido color violeta pero ahora es rojo. Jodido Auster, jodida suerte. Lo cierto es que no siento miedo, tal vez sí inquietud, una inquietud roja casi maravillosa o inentendida. Hace unos veinte minutos que entre cientos de vagabundos y tachos y fuego un señor de barba infinita me dijo bienvenido. No puedo creer lo que estoy viendo, anotador decime que estoy soñando.
¿Cuánto te separa de ser un árbol?
Empezá por la paciencia.

el punto de confluencia sin punto

Hay retazos, fragmentos, vagones, casillas, segmentos, fronteras.
Hay destinos cruzados, porciones, kilometrajes.
Hay sílabas, reglas, escuadras y dados.
Piezas de bordes imposibles.

Hay edificios, hay líneas, hay divisiones.

Hay teorías y palabrerío.
Formas huérfanas en limbos de materia
pero hay luz,

hay un todo indivisible